miércoles, noviembre 30, 2005

Y que tal una carta de amor? ....

Carta antigua de una niñita a un niño.
Año de gracia 2001, mes onceavo, día diecisiete

Una tendría que agradecer al hombre
una noche cualquier
la magia del sueño y la poesía
del encuentro entre lo femenino y masculino
en el camino de la vida..

BienAmado:

Saqué notas del recuerdo de una carpeta antigua y había un EL en cada hoja; hace años que permanecían guardadas; estaban marcadas con corazones -algunos rotos-, sepia el papel y la tinta. Hoy, al volar encima de mi escritorio llenaron de luz la oscuridad.

¿Cómo es posible que tanta magia quepa en una hojas?. Era yo su alumna y él, ¡el alma mía!. Aún recuerdo sus besos en desacuerdo, su cama desnuda, su gato en la mesita de noche. Y esa música que era escucharlo mientras tejía silbidos en un lugar cualquiera, con su mano apoyada en el silencio. Y un eco de lobos caminando sigilosamente en cada esquina compartida.

Era un hombre de horas, sus manos como hojas recorrían la alegría; era una nube ácida y un beso a media tarde.

Era la cita amorosa, la obstinación del consentimiento. Por muchos meses fui su desconocida, quizás sin querer hasta su enemiga. Pero amé a borbotones sus poemas y con él aprendí de la vida y en papel de china guardé por siempre el desear ser su compañera en esta y en la otra vida.

Hablábamos como lo hacen los que aman la noche, en la calle, en el valle, en el coche, en el camino, sentados en el banco frente a la Iglesia. Desconocíamos todo y todo lo queríamos. Estoy segura que aún ahora lleva su patria en los zapatos y sus noches son de violeta y cantos de epifanía.

Cursábamos el mismo año, el de la vida; a veces era él más grande, otras yo. En verdad no recuerdo nuestra edad, pero éramos como la tierra y el cielo. Vestíamos de armadura, jugábamos acurrucados en los sueños. Él era entre las aguas del Río Miño y el Río Duero, dorado como el atardecer, tierno como las nubes.

Dejaba notas por debajo de mi puerta, apenas algunas letras eran pactos hambrientos; su hambre y la mía. Su música era mi canto. Yo le declaraba mi amor, entre ruidos de las notas de la guitarra y él oprimía mi cintura de tal manera, que calaba hondo apilando sus cantos.

Lo sé, los recuerdos son rehenes de la máquina del tiempo,
pero igual son pruebas de que la bondad existe.

Él nunca lo supo pero cuando le escribía, era tanto el afán de saberlo que hasta la letra tartamudeaba. Escucharlo, era colorear la embriagues de mis caricias. Él volaba papalotes con un “yo te amo” colgado de la luna. Saltábamos jugando, lúdica la vida nos abrazaba mientras el tiempo era un traidor.

Llegaba a cenar sin invitación, ¡eso si!, bajo el brazo traía el postre, y un beso en las entrañas; un beso que incendiaba la tierra y yo con esa sonrisa ponía su nombre en cada hoja del calendario.

Todo va más allá de los días, ¡es cierto!.
Pero el tiempo me ha dado con esas notas antiguas,
el contacto con la aurora, la sangre de su letra.

Escribíamos pupitre con pupitre, él media el destino entre sus libros viejos y sus cuentos encallecidos. Quemábamos el llanto, la esencia de los árboles. Mojaba mis ojos con sus pensamientos; es que era más que un niño, era una calle abierta y profunda.

Con él el camino era un desfiladero lleno de locura. Desataba mi boca, ungía mis gemidos de niña. Alcanzaba mi ventana y dejaba pan en mi mesa rodeando mis espejos, robando mis vestidos.

Nadábamos desnudos como las piedras, como laicos que éramos. Pero escribíamos cartas a Dios en el níspero que estaba tras la escuela. Era su vida andante, crepúsculo de alumbre. Luchaba contra las horas, era hereje con fe y cada día, aún lo veo como entonces, embarcaba en la esperanza como la paloma en la Fe que da vuelta en la esquina.

Teníamos secretos bordados y solidarios, sí él pronunciaba mar, yo susurraba sol. Nos escapábamos por las tardes a comprar dulces a la tienda y hacíamos la tarea juntos. Compartíamos el patito de goma y la alegría al frotarnos como peces en el agua. Sí llovía éramos como aves exprimidas; un abismo su voz, una flor, una mordedura.

Debí haber sido una niña problema con ánimo de aerolito, porque por meses guardé el sabor del primer beso. Su saliva y la mía...

Estábamos en el sendero de la ruta del norte, y al detenerme abruptamente quedamos tan pegados como el rocío, nos miramos como la pleamar, distintos pero iguales, y lentamente nuestros respiros disiparon la distancia; fue un beso suave como estancia de nube, por un instante abrí un poco los labios y una gota de su saliva quedó en ellos.

Esa noche no dormí, recostada en el canto de la ventana, mirando las estrellas, tocaba con mis dedos los labios y era su boca morada, ahogo de nomeolvides, parábolas de Venus; sus manos eran el astrolabio donde descubrí sueños enlazados a la estrellas.

Sus labios y los míos tomaron más edad, y aprendimos a besar con imprudencia de lobos. A besos nos moríamos, con besos resucitábamos. La aurora nos encontró muchos días juntos hablando sin hablar, durmiendo como robles con hebras de humedad, con alas purpurinas.

Su boca era un planeta, calor, insolencia; su lengua un habitante húmedo que se cobijaba en mi guarida.

Crecimos juntos, de alguna manera nos fuimos hablando más como muslos puntuales. Ardíamos hasta el amanecer y salíamos a buscar trabajo llenos de alegría. En las entrevistas las personas nos miraban sorprendidas, porque inventábamos sombras, labranzas, convocaciones dulcísimas.

Me descubrí mujer a su lado, la primera vez toco el remanso de mis horas y como agua corrió mi humedad hasta su cuerpo. Endulzó la batalla, fuimos águilas, potros. Mordimos al sol y un rastro de miel quedo entre las sábanas, lo demás ungió nuestro templo. Amanecí como campo de trigo, en mis uñas su piel; él dormido goloso entre mi pecho.

Me enseño del amor, todo lo que ahora sé. Y yo le enseñé que el cuerpo es del amor, el alma es el camino. Y juntos aprendimos que dormir como cucharitas es un rezo, si uno encuentra que el aire tiene un olor natural entre abrazos arrullados del color del cariño.

Poníamos barquitos de papel en los riachuelos, hacíamos treguas entre caricias y besos. Sus calles me sedujeron, su latido era el parque, nuestros pasos eran inconfundibles, yo sabía que con él aprendía cosas importantes de vida. El aprendió conmigo que el amor debe ser siempre una evolución.

Saqué todos mis miedos, la cordura. Me desnudaba con sus secretos , me armaba de belleza con sus labios. Despeñábamos sílabas e íbamos olvidando las cortezas, desafiando el poder que tiene la esperanza. Éramos como las piedras del camino, intensos, eternos, pequeños momentos de tiempo infinito.

Su sangre era de río, sus venas al sol eran el idioma y el latido de lo que vale la pena callar y decir. Éramos impúdicos amantes paulatinos. Su desnudez era un cataclismo; su camisa en el suelo era mi credo; sus calcetines: mis sombras, mis alegrías. Supimos lo que era amar debajo de los árboles que estaba en la colina. Hacía un frío de elegía, pero cuando mi falda cayó, entre sus manos estaba el sol, y nos consumíamos en la misma hoguera.

Era capaz de cerrar la noche y hacer que sentarnos mirando el horizonte fuera un dialogo, aún en el silencio, porque lo comprendíamos todo y nada nos decíamos.

Se arrancó un lunes de nuestro amor mientras el mundo oscurecía.
Y donde era su cuerpo quedó un vacío;
y en su ausencia crecí como lo hacen los caminos,
a golpes, a jalones, con escalofríos.

Pero antes de marcharse me pidió que perdonara a los que no apreciaban las señales y los sudarios. Me quedó a deber una foto de nosotros juntos y un ramo de rosas rojas que aún no he recibido.

En el último adiós a los dos nos temblaban los labios, no nos marchamos, pero tampoco nos quedamos. Cuando lo vi caminando en sentido opuesto me volví nebulosa, cáustica; su ausencia fue astrofísica, la dimensión del círculo resumió las leyes de la geometría e inventé un idioma silente.

En estos años, tuve la duda si él sabía...
hoy a leer de nuevo nuestra historia
supe a ciencia cierta que lo sabía antes que yo
que siempre lo supo, que nunca lo olvidaría.

¿Dónde había estado toda mi vida?, ¿Dónde estará el resto?. Se fue como se va la luz y me quedé dormida sobre la costa de Galicia, me tardé años en salir de mi exilio como hija de Breogán; empecé de a poco a caminar entre días intemporales, aldeas de karma, distancias fijas. No fue fácil, ¡lo digo y lo sostengo!; me quede metódicamente quieta, haciendo pliegues en las hojas de mi tumba.

Olvidar es quedarse inmóvil, cerrar los recuerdos clandestinos, silenciar el viento. Y no vale la pena, porque lo que perdura es el amor. Nadie nos dá derecho a caminar de la misma mano, nadie tiene seguro el camino para siempre. Lo importante es ser sin estrangular el idioma de la vida, que nos habita.

Hoy al fin pude leer la historia, disipar la niebla, saber de los designios. Me he vestido de primavera, he cosido las heridas, me he lavado con espuma; no salí ilesa del viaje porque sólo los que no aman están a salvo -¡a salvo y sin aguja!-.

Parece que fue hace mil años, y parece que ha pasado un día.

Detrás de alguna puerta, él está rodeado de horizontes, ascendiendo en sus años, venciendo sus fantasmas, ganando sus batallas, surcando la sed, amando y amado como el valle al medio día; en algún lugar está, lo sé... ¡lo veo!... cierra los ojos y sigue como entonces, siendo un presagio, un grillo despeinado, un cántaro, un maestro, un sueño sin vigilia.

Deseo para él que embarque a la esperanza
siempre como niño,
nadando hacia la vida.

Y quisiera que sepa que a su lado aprendí tanto a amar que es un goce el júbilo de cada día. Aprendí también una lección de vida: todo tiene un principio y un final.

Aprendí que tengo un argamasa de sueños sin confín, que mi cabello es brillo; que aún salgo a empaparme de lluvia. Que cuando abro los ojos avanzo hacia la luz y doy gracias a Dios por su vida y la mía.

Porque lo bueno siempre va dentro de uno, por eso esta carta a mi niño de su niñita, de una mujer a un hombre, de un amor a un olvido. Y aún firmo, como antes, como siempre lo haré.

Te amo y no te digo nada... todavía.

Ylia

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